Gustos musicales de un loveless
(Canción: A felicidade, de Antonio Carlos Jobim)
Como bien dice el neologismo, es un loveless quien no tiene amor. Pero no porque nadie le quiera, sino porque el loveless elige no tenerlo. Y la razón tiene mucho que ver con la música. Oportunidades de amor siempre hay, pero es un amor con minúscula, un amor con nombre propio, un amor que termina siempre en el desgaste y el olvido.
Y eso no interesa a un loveless. Porque éste prefiere las canciones, ese Amor con mayúsculas que se esconde en las canciones. Siempre hay un momento de la vida en que hay que elegir entre el amor y la música, entre lo terrenal y lo celestial, entre la vida real y la ideal, entre la que a uno le toca y la que uno sueña e imagina. Es un dilema inventado pero que da sentido a la vida de un loveless.
Ahora bien, la cuestión está, claramente, en saber qué música y por qué eligen estos personajes enigmáticos, solitarios, que viven a destiempo del resto de personas. Cuando uno elige vivir en la síncopa, en el contratiempo, en los matices de los tiempos débiles y de los acordes con tensión, en los silencios y en las notas de paso, uno se queda, principalmente, con el jazz. Porque el jazz es una manera constante de inventar y reinventar la música en cada compás, es la alegría del músico que se aleja de las melodía para volver a ella, sabiendo un poco más de sí mismo. El jazz es a la música como el sueño es a la vida de cada día, una manera de vivir los deseos que no se llegan a hacer realidad. Un músico de jazz se atreve a salirse del camino trazado y explora las posibilidades que hay ocultas entre nota y nota de la melodía escrita.
Dicen que el 50% de las infelicidad tiene que ver con no poder superar el pasado. Lo que no se sabe es que el otro 50% tiene que ver con no acertar en la elección entre amor y música, entre vida y arte.
Un loveless vive permanentemente en esa extraña sensación de que la vida se pasa a medida que se van acabando las canciones. Y mientras sigue soñando con esa chica que en vez de hablar le canta al oído. Esa es nuestra suerte y nuestro drama.
Y eso no interesa a un loveless. Porque éste prefiere las canciones, ese Amor con mayúsculas que se esconde en las canciones. Siempre hay un momento de la vida en que hay que elegir entre el amor y la música, entre lo terrenal y lo celestial, entre la vida real y la ideal, entre la que a uno le toca y la que uno sueña e imagina. Es un dilema inventado pero que da sentido a la vida de un loveless.
Ahora bien, la cuestión está, claramente, en saber qué música y por qué eligen estos personajes enigmáticos, solitarios, que viven a destiempo del resto de personas. Cuando uno elige vivir en la síncopa, en el contratiempo, en los matices de los tiempos débiles y de los acordes con tensión, en los silencios y en las notas de paso, uno se queda, principalmente, con el jazz. Porque el jazz es una manera constante de inventar y reinventar la música en cada compás, es la alegría del músico que se aleja de las melodía para volver a ella, sabiendo un poco más de sí mismo. El jazz es a la música como el sueño es a la vida de cada día, una manera de vivir los deseos que no se llegan a hacer realidad. Un músico de jazz se atreve a salirse del camino trazado y explora las posibilidades que hay ocultas entre nota y nota de la melodía escrita.
Dicen que el 50% de las infelicidad tiene que ver con no poder superar el pasado. Lo que no se sabe es que el otro 50% tiene que ver con no acertar en la elección entre amor y música, entre vida y arte.
Un loveless vive permanentemente en esa extraña sensación de que la vida se pasa a medida que se van acabando las canciones. Y mientras sigue soñando con esa chica que en vez de hablar le canta al oído. Esa es nuestra suerte y nuestro drama.