Errores vitales
Ya cuando nací, mi primer impulso fue abrazar a la enfermera, en lugar de a mi madre, que tendía los brazos ansiosa tras nueve meses de merecida espera. Pero no sólo antepuse las formas de una enfermera al amor incondicional de mi madre, sino que las primeras palabras que pronuncié fueron los nombres de unas vecinas que había que verlas subir las escaleras.
Aunque tuve dos hermanos pequeños, lo cierto es que acabé creciendo como hijo único. Lo que ocurrió fue que mi madre me dio unos juguetes para mandar al Tercer Mundo por Navidad, pero me equivoqué, y en lugar de mandar los juguetes mandé a mis hermanitos. Para desgracia para mis padres, nunca más se supo de ellos. Desde entonces trato de llenar ese vacío, pero es en vano, pues mis errores hacen insoportables las vidas de mis ordenados y desolados padres.
El colegio, por ejemplo, fue un infierno para todos. Siguiendo con mi costumbre de confundir las cosas, nunca acerté a llevarme mi mochila de niño. En lugar de ello cogía el maletín de mi padre, lo cual le costó al pobre varios empleos, pues a ningún jefe le gusta ver llegar a sus empleados con una mochilita verde con ruedas.
Además, apenas llegué a conocer a mis compañeros, pues cada día iba a una escuela distinta. No aprendí nada, ni siquiera el camino al cole. Ya con diecicéis años, y hartos de comprame uniformes y libros de texto nuevos, me pusieron a trabajar.
Pero nada cambió. Mis errores llenaron de amonestaciones, despidos y anécdotas mi currículum. Como el día en que me confundí a mí mismo con el jefe de una gran compañía. Mi primera acción fue venderla a unos japoneses minutos antes de que el verdadero gerente entrara en su despacho, donde me encontró trabajando y satisfecho con la operación.
Y qué decir de mi vida personal y amorosa: Siempre dejando de lado las mejores opciones, humillando a las mejores personas, ignorando a las novias más fieles y eligiendo una y otra vez esa lenta e implacable manera de vivir y morir que es la soledad.
Después de todo lo vivido, echo la vista atrás y veo el rastro de errores vitales que me han hecho como soy. Pero en lugar de rectificar me sigo equivocando y me digo a mí mismo eso de : Al fin y al cabo ¿quién no se equivoca?
Vicente Abril.