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domingo, 25 de febrero de 2007

Errores vitales

Aunque sobra decir que quien más quien menos se equivoca, nada se puede comparar con los errores vitales que, sin querer, he ido cometiendo a lo largo de mi vida.
Ya cuando nací, mi primer impulso fue abrazar a la enfermera, en lugar de a mi madre, que tendía los brazos ansiosa tras nueve meses de merecida espera. Pero no sólo antepuse las formas de una enfermera al amor incondicional de mi madre, sino que las primeras palabras que pronuncié fueron los nombres de unas vecinas que había que verlas subir las escaleras.
Aunque tuve dos hermanos pequeños, lo cierto es que acabé creciendo como hijo único. Lo que ocurrió fue que mi madre me dio unos juguetes para mandar al Tercer Mundo por Navidad, pero me equivoqué, y en lugar de mandar los juguetes mandé a mis hermanitos. Para desgracia para mis padres, nunca más se supo de ellos. Desde entonces trato de llenar ese vacío, pero es en vano, pues mis errores hacen insoportables las vidas de mis ordenados y desolados padres.
El colegio, por ejemplo, fue un infierno para todos. Siguiendo con mi costumbre de confundir las cosas, nunca acerté a llevarme mi mochila de niño. En lugar de ello cogía el maletín de mi padre, lo cual le costó al pobre varios empleos, pues a ningún jefe le gusta ver llegar a sus empleados con una mochilita verde con ruedas.
Además, apenas llegué a conocer a mis compañeros, pues cada día iba a una escuela distinta. No aprendí nada, ni siquiera el camino al cole. Ya con diecicéis años, y hartos de comprame uniformes y libros de texto nuevos, me pusieron a trabajar.
Pero nada cambió. Mis errores llenaron de amonestaciones, despidos y anécdotas mi currículum. Como el día en que me confundí a mí mismo con el jefe de una gran compañía. Mi primera acción fue venderla a unos japoneses minutos antes de que el verdadero gerente entrara en su despacho, donde me encontró trabajando y satisfecho con la operación.
Y qué decir de mi vida personal y amorosa: Siempre dejando de lado las mejores opciones, humillando a las mejores personas, ignorando a las novias más fieles y eligiendo una y otra vez esa lenta e implacable manera de vivir y morir que es la soledad.
Después de todo lo vivido, echo la vista atrás y veo el rastro de errores vitales que me han hecho como soy. Pero en lugar de rectificar me sigo equivocando y me digo a mí mismo eso de : Al fin y al cabo ¿quién no se equivoca?

Vicente Abril.

domingo, 18 de febrero de 2007

Maneras de mirar

Una correcta manera de mirar puede cambiar su vida y usted aún está a tiempo de adquirirla. Puede que usted no lo sepa, pero el número de maneras de mirar es directamente proporcional al número de personas que miran, siendo, por el contrario, inversamente proporcional al número de personas que cierran los ojos o se dan la vuelta. Algo similar pasa con el número de personas que son miradas, que se mantiene directamente proporcional al número de personas que las miran e inversamente proporcional al número de personas que se dan la vuelta o cierran los ojos.
Por tanto cada persona mira a su modo. Sin embargo, los infinitos modos de mirar de las infinitas personas que miran pueden reducirse, sin demasiada pérdida, a cuatro modos básicos e incorrectos de mirar.
Supongamos que tenemos delante el cristal de una ventana, por la que se ve, a lo lejos, un árbol solitario. Estas serían las cuatro miradas posibles:

1) A través del cristal tal y como está, digamos sucio y con gotas de lluvia.
2) Limpiando el cristal de las imperfecciones, manchas y gotas de lluvia.
3) Abriendo la ventana y, sin cristal de por medio, mirar directamente el árbol.
4) No bastándote con las tres anteriores, saliendo de la casa y acercándote al árbol hasta tenerlo delante, sin ninguna distancia de por medio.

Hasta aquí todo parece bastante claro. Uno se siente tentado a pensar que cuanto más alto es el número al que corresponde su manera de mirar, mejor se verá el árbol. Sin embargo esa sería una conclusión tan precipitada como equivocada, pues hay otra mejor manera de mirar las cosas, que usted puede aprender en pocos días.
Para mirar de esta manera, hágase el siguiente ejercicio todas las tardes. Sitúese frente a la ventana, mirando el árbol. Cierre las cortinas. Cierre un poco los ojos, buscando esa niebla tan reconfortante en la que solo se ven sombras y en la que las cosas pierden sus líneas. A continuación póngase de fondo su canción favorita, a ser posible una con estribillo agradable y final feliz. Para terminar rodéese de gente como usted, piense en que le gusta su trabajo y repita mil veces que lo importante es estar bien con uno mismo.
En pocas semanas usted estará mirando el árbol y verá un bosque lleno de diferentes verdes tonificantes. Una vez dominado el ejercicio, y para alcanzar ya la felicidad absoluta, practique mañana y tarde y sustituya el árbol por aquellos que usted llama sus amigos.
Vicente Abril

domingo, 11 de febrero de 2007

Nicolás, amigo invisible

Sin comprender todavía que hay barreras que se deben respetar, Nicolás, amigo invisible, se declara harto de tanta novedad, de tanta persona de carne y hueso, de tanto plan fuera de casa, y se propone boicotear toda nueva amistad incipiente. Yo le debo tanto que no puedo más que mirarle y verle actuar, viendo cómo y con qué elegancia arruina todas y cada una de mis posibles relaciones.
En verdad, no le falta razón, pues sólo él estuvo a mi lado en los malos momentos, en esas tardes de niño castigado, en esos aburridos fines de semana de adolescente sin suerte, en esos veranos de joven sin trabajo y sin chica. Del colegio a la universidad, pasando por el instituto, Nicolás, amigo invisible, ha sido una garantía de diálogo interior, un salvavidas contra el miedo, una salida de emergencia ante incendios cotidianos.
Pero el tiempo deja atrás esas cosas y ya nada es como antes. No comprende que lo peor ya ha pasado, que aquel paréntesis de indefensión ya ha sido más que cerrado y que ahora la inercia hace la vida mucho más fácil. Cerrando los ojos al futuro, a una felicidad basada en la rutina y en lo ya conseguido, Nicolás, amigo invisible, siembra de trampas el camino que lleva hasta mí, para impedir que nadie se acerque, para frustrar cualquier intento de unión con cualquier persona interesante.
En los momento más inoportunos, me susurra al oído los defectos de las personas con las que estoy, me hace reparar en sus torpezas, me recuerda anécdotas divertidas apenas cierro los ojos y me pongo serio para besar. No hay manera de quedarme a solas con alguien. Cualquier intento de intimidad se convierte en una carrera contra reloj, en un esfuerzo inútil por concentrarme.
Pero nada: apenas inicio mi repertorio de recursos hedonistas, Nicolás, amigo invisible, me recuerda la rutina oculta en cada movimiento, la aburrida estandarización de las zonas erógenas. Con un rápido gesto, se saca su libreta de estadísticas y comienza a citarme el porcentaje de posturas practicadas, de gritos acumulados, de litros de sudor que me han ido uniendo y separando de todas las mujeres que perdí en el camino.
Nada nuevo es posible para mí porque, a diferencia de otros que siguen teniendo esperanza en esa persona que está por llegar y con la que todo es posible, yo tengo al lado a Nicolás, mi amigo invisible, que me conoce y sabe perfectamente que todo a partir de ahora será mera repetición de lo mismo, un caer de la misma altura, el mismo acto de saltar sin paracaídas, la misma zambullida en el frío mar de lo repetido.
Yo le observo y le dejo actuar, pues, aunque a veces tenga que pagar el precio de la soledad, siempre es divertido ver a la gente marcharse, avergonzada por la ingenua convicción de que la felicidad estaba ahí, a su alcance.
“Nada más que hormigas que se equivocan de hormiguero”, escribe entonces Nicolás en su diario. Yo cierro los ojos y finjo no comprenderlo.
Vicente Abril.

jueves, 8 de febrero de 2007

Punto ciego

Por si no lo conocéis, es más que interesante. Se trata de un efecto óptico que demuestra, una vez más, que no vemos el mundo tal y como es, sino a través de nuestro imperfecto sistema perceptivo y cognitivo. Si cerráis el ojo izquierdo y miráis el punto de la izquierda con el ojo derecho y os vais acercando lentamente, resulta que a unos 25 centímetros más o menos (un poco más de un palmo), el punto grande de la derecha desaparece. Está ahí, delante de nosotros y no lo vemos.

Este experimento sirve, si se lo entiende como metáfora, para que os preguntéis esta noche, antes de acostaros, qué es lo que se nos escapa, qué es aquello que está delante de nuestras narices pero que somos incapaces de ver.
En el caso del dibujo la explicación es la falta de receptores ópticos en el punto exacto donde se juntan la retina y el nervio óptico. Pero en la vida cotidiana hay muchas cosas de nosotros mismos que no somos capaces de ver, porque nos dan miedo y nos ponen en evidencia. Y no es la falta de receptores ópticos esta vez, sino el exceso de moral, lo que nos impide reconocer nuestros verdaderos deseos.
Pondré algunos ejemplos: Luis no se da cuenta de que le tiene envidia a Pedro, y por eso cree que le cae mal y se mete con él. Ángela no se da cuenta de que le gusta Tomás, que está enamorada de él, y por eso le trata con dureza y le ataca más de la cuenta. A Nieves lo que le ocurre es que cree estar enamorada de Felipe, cuando en realidad está con él porque le da seguridad, porque no sabe estar sola. Silvia, en cambio, cree estar enamorada de Juan, cuando lo cierto es que tan sólo trata de olvidar a Pedro y de darle celos. Antonio y Celia creen que quieren tener hijos, pero la verdad es que no quieren reconocer que solos se aburren y tratan de evitarlo y de huir hacia delante.
Y así podríamos seguir, con todos y cada uno de nosotros. Pero qué fácil es ver a los otros autoengañarse y qué difícil es verlo en uno mismo, ¿no?

La pregunta a responder es clara, pues: ¿Cuál es nuestro punto ciego?

viernes, 2 de febrero de 2007

Pingüinos, filósofos y el cambio climático


Si juntamos dos veranos calurosos, una granizada a destiempo y un mes de diciembre sin pistas de esquí, tenemos todos los ingredientes necesarios para encender el debate sobre el presunto cambio climático. Veamos las partes en conflicto.
De un lado tenemos a los científicos, que tantas cosas saben de tan poco, y a la gente en general, que tan poco sabe de tantas cosas. Forman un tándem contundente, casi invencible, para predecir futuros inminentes y catastróficos.
Y de otro lado tenemos a los pingüinos, esos sabios milenarios que andan con la elegancia del que sabe que todo seguirá igual que siempre. Cuentan con la ayuda de los filósofos -esos corresponsales de la sospecha-, quienes, por haber leído a los clásicos, saben que siempre se han dicho y se dirán las mismas cosas.
El proceso comienza de la siguiente manera: el científico coge su calculadora, hace todas las sumas y multiplicaciones que puede, resuelve una o varias ecuaciones y saca una conclusión antes de irse a cenar. Pero no se da cuenta al hacerlo de que su calculadora tiene ocho dígitos y la naturaleza 8 millones. Sin embargo, el científico comprende que algo tiene que decir, y que mejor si es algo que pueda salir en la tele. Así que cruza los dedos, cierra los ojos y predice el cambio climático.
Para reforzar la credibilidad de este tándem científico-persona de la calle está la tele, esa fiable y objetiva portadora de la ciencia, tan poco dada a los alarmismos y a las mediciones de audiencia. Su gran víctima, la gente en general, que tan poco ayuda en aclarar las cosas pero que tan efectivamente difunde rumores, defiende con entusiasmo las predicciones de científicos a los que ni siquiera conoce.
En el otro lado de la ciencia, en el Polo Sur, los pingüinos se mueven por intuición y entienden que la ciencia es un ciclo de alardes y fracasos, como el clima en la tierra lo es de fríos y calores. Estos animales dignos e imperturbables saben todo esto y mucho más, y nos miran a los humanos con una mezcla de preocupación y de pena. Los pingüinos, que ya se veían heredando la tierra cuando se anunció en los años 70 -con la misma certeza con la que ahora se anuncia lo contrario- la inminencia de una nueva glaciación, saben de esto más que nadie y no se piensan cambiar de ropa, pues comprenden que este calor no es más que una pequeña estación en el gran año de la naturaleza.
El pingüino, al que tranquiliza ver al filósofo de su lado, no entra al trapo de estos alarmismos, y se adentra en su océano helado, nada feliz y despreocupado hasta que decide salir a tomar el sol en su iceberg favorito, al que no ve derretirse.

Vicente Abril.