Como bien saben los portugueses, viajar es descubrir. Pero no descubrir nuevos países y nuevos continentes, que al final toda tierra es lo mismo.
Viajar de verdad –y no viajar por viajar- es descubrir personas, conocer nuevos acentos, nuevas expresiones y maneras de mirar, de reirse, de querer.
Viajar es descubrir un nuevo amigo en tu compañero de cuarto o de mesa, o alumnos que no quieren dejar de serlo en el asiento más inesperado del autobús. Viajar es buscarse disimuladamente en las excursiones, o procurar coincidir unos minutos al día para hacer balance, o darse las buenas noches con un gesto impropio de complicidad.
Viajar es descubrir que ciertas personas se repiten en ciertas fotos, o encerrarse en un cuarto al final del día para hablar de lo difícil e inevitable del amor. Viajar es descubrir que te cuidan y te quieren un poquito más cada día tus compañeras de autobús. Y confundir ese autobús con la vida.
Cuando viajas te arrepientes de tu edad y querrías tener veinte años, para tener más tiempo por delante, para poder hacer más viajes, y para estar más cerca de ciertos índigos.
Cuando vas a un viaje como éste, ocurre que no sabes bien a dónde vas. Sin embargo, al volver, sabes exactamente de dónde vienes. Y cuando lo sabes quieres volver. Volver donde sea, pero con ellos. Porque yo no vuelvo de Portugal, yo vuelvo de ellos, de todos ellos. Lo sé porque cierro los ojos y no se me vienen a la cabeza ni paisajes, ni palacios, ni castillos, ni playas, sino ciertas voces y ciertas caras, reflejos a su vez, de ciertas almas.
Moito obrigado, por cierto, por darme de qué acordarme.