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domingo, 30 de marzo de 2008

Autorretrato

Abres los ojos y compruebas la existencia de ese gran mal que es la distancia. Porque la distancia está ahí, inevitable, acechando en cada uno de tus días, separándote de las personas que tienes, que te gustaría tener, separándote de las cosas que ya apenas recuerdas y que forman parte de ti. La distancia hace de la comunicación un espejismo, porque ya no hay palabras que te acerquen a nadie. La distancia es ese gran mal que cada noche soñamos que desaparece.
Nada mejor, entonces, que cerrar los ojos. Porque no hay mejor espejo que cerrar los ojos. Y empezar así un autorretrato, que no es más que un último intento de frustrar el plan de la mentira cotidiana de ser uno mismo.
Y entonces resulta que no eras como te creías, una persona de carne y hueso, dolorosamente sujeta a la gravedad y a tantas otras leyes limitadoras. Eres más bien una especie de duendecillo verde, una gran bola de luz con ideas propias, que vives flotando en las fantasías de los demás, andando de sueño en sueño, poniendo música donde sólo hay silencio y llenando de risas los momentos más tristes. Porque cierras lo ojos y, entonces sí, te ves como el cronopio que siempre has sido, inventando canciones y relatos de aventuras, electrizando las camas más difíciles, calentando las manos más frías.
Porque cuando miras hacia dentro, cuando miras de verdad, siempre te acabas viendo como un pequeño superhéroe de color azul y pelo revuelto, como un perfecto dibujo animado que corretea por las casas y que siempre llega a tiempo a los demás, una especie de simpático animal mágico con orejas puntiagudas que se mete en la vida de los otros y les salva de todo lo malo, de verse a sí mismos como son y, ante todo, de esa distancia terrible que cuando soñamos desaparece.