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miércoles, 27 de abril de 2011

Matemáticas aplicadas

La vida no es lo que es, sino una ecuación por resolver. Vivir es acumular incógnitas, aumentar diariamente la dificultad de hallar la fórmula, la dificultad de trazar, con el ajetreo de lo cotidiano, ese círculo perfecto, esas líneas paralelas que tanto pensamos y queremos.
Al principio uno recurre a la búsqueda, a los algoritmos, a las operaciones complejas. Pero nada da resultado. De nada sirven tanto cálculo, tanto decimal, tanta cábala numérica. Porque cierto día comprendes que las cuentas que valen se hacen con cinco dedos, y se escriben directamente en la piel de cierta persona que eliges, esa persona que cuando consigues abrazar te hace sentir que la ecuación está resuelta, que no puede haber un sitio mejor donde estar, que te hace tener la certeza de que alejarse es errar y que quedarse es encontrar el equilibrio perfecto, tu lugar en tu mapa imaginario, el centro de un universo de círculos que toda la vida hemos ido dibujando en el aire hasta que damos con ella y con su piel.
La clave está en saber elegir, en dejarse arrastrar por esa gran fuerza que es la intuición, que te dice un nombre al oído y te empuja hacia ella sin saber muy bien por qué, que te fuerza a detenerte para mirarla una vez más, para aprenderte de memoria su manera de sonreír, que te hace querer verla aparecer, querer rozar sus dedos, empezar a quererla sin ninguna razón.
La vida, entonces, deja de ser lo que es y se multiplica por mil. Y vives con esa sensación de que el infinito no estaba tan lejos, que era más que fácil llegar y que no has llegado solo. Porque ella está allí, a una perfecta distancia cero. Tan cerca como dentro, sabiendo perfectamente de qué hablo cuando digo que la ecuación está resuelta. Y porque su nombre es A, el atrevido inicio de un abecedario compartido, el resultado deseado, una deliciosa manera de anunciar que la vida no es lo que es, sino lo que está empezando.

sábado, 16 de abril de 2011

Apenas me levanto

Apenas me levanto ya me apetece dividir 107 entre 2. Serán cosas mías pero me hace sentir bien, feliz, diferente a los demás. Se trata, si se piensa bien, de la mejor operación posible contra la rutina y los miedos infundados.
Dividir 107 entre 2 es una de esas raras ocupaciones que nos aleja de toda impotencia, de toda incertidumbre, de todo no saber qué hacer. Porque aquí, al contrario que en la vida, se sabe exactamente cuáles son los pasos y cuál es el resultado. Es incomparable el placer de hallarse envuelto en decimales, divisores, fórmulas y demás ficciones matemáticas. Piénsese además, en el pequeño plus de placer que nos ofrece ese resto de 1, que sólo en un principio parece que se nos escapa, quedando finalmente atrapado por nuestra razón en esa humana manera de hacer las cosas que llamamos exactitud.
Al principio, con los ojos llenos de enfado matutino, la operación se muestra complicada, críptica, a medio camino entre lo par y lo impar y sin un lenguaje de traducción a la mano. Pero la primera coma entre el 0 y el 7 ya facilita las cosas, disipando la niebla de las tres cifras y presentándose el 5 como la primera respuesta. Caen entonces las primeras legañas y con ellas el 7, lo cual es el auténtico punto de inflexión en el que la batalla empieza a ser ganada. El 3 es nuestra penúltima jugada, dejando a la realidad totalmente vencida y fragmentada, quedando el innombrable 1 como algo inerme y enteramente predicho dentro de su celdita matemática.
Afrontar el resto del día con la seguridad de lo sabido es juego de niños, quienes, por cierto, nunca se dejaron engañar por las matemáticas, en las cuales supieron detectar desde el principio una estrategia de los adultos para justificar las normas.