

Se trata de cruzar o no la línea. En el fondo, siempre se trata de eso, de quedarse o no, de cambiar o no de casilla, en este juego inevitable. La cuestión es avanzar, pasar al otro lado, transgredir alguna norma interna. Ese es el placer y ese también es el goce, esa oscura manera que tenemos los animales con lenguaje de sufrir a gusto. Sin quererlo, pero repitiendo una y otra vez.
Como dijo Lacan, el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Eso quiere decir, sin más, que vivir es como estar jugando a la Rayuela constantemente. Las casillas que hay que saltar son las palabras, claro.
Y al igual que el juego y que el lenguaje, la vida pasional tiene su propia gramática, con sus combinaciones posibles, con sus faltas. Unos deseos se acentúan y otros no; unas fantasías cumplen con la transitividad y otras no. Del mismo modo, siempre hay personas que riman contigo y que te permiten terminar los versos.
Así que uno anda por la vida jugando a su Rayuela, dando pasos calculados de antemano, siguiendo un orden, construyendo frases que sirvan para toda la vida.
Pero la cosa se complica bastante cuando uno se cruza con los demás y comienzan cosas como escribirse mutuamente, que no es más que una manera elegante y duradera de mantener la mirada. Porque te escriben una carta y estás perdido. Miras a alguien de más y estás perdido. Cuando alguien te mira es como empezar a hablar otro idioma, donde todo cambia, donde ya nada es lo mismo. De repente el otro es un abismo, una realidad inexplicable, una invitación a vivir de otro modo, en otras camas, en otros sueños. Entonces comprendes que conocer es empezar y que querer es, de algún modo, ir terminando.
No hay, por tanto, posibilidad de jugar a una sola Rayuela. Uno juega a la suya y a la de los demás. Las palabras se llenan de significados distintos que hacen de la comunicación algo imposible, algo lejano. Porque, ¿qué significan, si no, palabras claves como sexo, como piel, como inevitable?
Sin embargo, no nos resignamos y buscamos palabras para sujetar lo que deseamos, para asignarles una función en nuestra desconocida gramática del deseo, para que ella o él entre en el juego de nuestra propia Rayuela.
Pero todos sabemos que sólo jugando se aprende a jugar, que los símbolos no son más que aproximaciones, y que lo real se nos escapa entre las manos. Del mismo modo que sabemos que cruzar o no la línea es irrelevante, porque siempre caemos del mismo lado, del lado en el que estamos solos y el juego vuelve a empezar. Paradójicamente, una razón más para ser feliz.