
Dejando a un lado la razón por la que lo escribí, resulta que tengo un libro resistente al agua y al paso del tiempo. Pero vayamos por partes.
Si bien lo de ser impermeable no pasa de ser algo anecdótico, algo sólo para familiares y curiosos, habrán de reconocer que lo segundo sí es, cuanto menos, asombroso. No en vano es objeto de discusión y admiración entre catedráticos y escritores de todos los lugares. Cosido con el firme hilo de las tesis definitivas y encuadernado con la cola de lo irrefutable, no hay argumento que lo convierta en caduco.
No obstante, no se puede decir de él que sea un libro para todo el mundo. Los lectores de lo impreciso y de lo improbable, que nunca se dejan seducir por el rigor de las palabras exactas, no se sentirán a gusto entre tanta certeza. Es de esperar que a ellos el libro se les atasque ya en la introducción, donde se declaran de una vez por todas cuales son las verdades posibles.
Además de toda clase de respuestas acerca de toda clase de temas, debo reconocer que el libro me da una inmensa seguridad. Recurro a él ante cualquier disputa entre ciencia o religión, cualquier conflicto de tipo ético, e incluso ante dudas que otros libros despiertan, en su torpe afán de informar. Todo lo cual, claro, hace que mi reputación como conversador aumente. De hecho, desde que soy lector de mi propio libro, todos dan por supuesta la superioridad de mis argumentos, quedando como algo evidente, entonces, la absoluta futilidad de sus propios puntos de vista. Es más, la expresión punto de vista ha dejado de tener sentido, siendo definida en mi libro como un completo fraude del pasado. En esto está a la altura del concepto opinión que, tras años de inmerecida popularidad, ha acabado por engrosar la lista de prejuicios en el tercer apartado del libro, titulado Prejuicios de la tolerancia.
Para librarme de ese malestar que consiste en dudar, abro mi libro apenas conozco a alguien. Y es que, además de referencia inevitable en cuestiones académicas, mi libro contiene también una lista completa con los nombres de las personas que resultarán importantes en mi vida, ordenadas además por la clase de afecto que despertarán en mí. Así es como me libro yo de la inseguridad de ciertos futuros; no tengo más que buscar un nombre en mi libro para saber qué puedo esperar de dicha persona. De hecho, la historia del libro tiene cierta relación con esa clase de dolor que surge de querer a alguien.
En un principio no había libro. Contar tan sólo con intuiciones y sentimientos no era garantía de nada. Andaba siempre confundiendo las palabras, equivocando propósitos y perdido en el asfixiante recinto de lo probable. Y porque el método de la margarita siempre daba errores, decidí cambiar los pétalos por páginas, hacer mi propio destino y dejarlo escrito, para no caer en la tentación de cambiarlo.
Del día que la conocí no se puede decir que fuera un mal día. Como tampoco se puede decir de mí que sea un buscador de nada. Apareció sin que yo la esperara. Llegó, sin más, como quien meramente llega a algún sitio, como quien baja del tren por error. De ese modo, como dándose cuenta de que no había elegido la parada correcta, se sentó a mi lado.
Hubo un rápido intercambio de gustos, de lugares y libros favoritos, de ideas generales y pronto nos instalamos en una incómoda incertidumbre acerca de qué hacer con nosotros. Creo que ambos dudábamos entre invitarnos mutuamente a vivir juntos o despedirnos sin hablar de volver a vernos, sin más. Finalmente decidimos lo que siempre se decide en estos casos, es decir, nada. Simplemente nos quedamos unas horas más, dudando y fascinándonos, mirándonos, empezando a querernos.
La cosa siguió así durante varias semanas. Luego, sin que nadie la llamara, vino la mala suerte. Perdió su eficacia aquella operación que consistía en completarla y empezó a ser una chica incierta, llena de aspiraciones aburridas y de deseos extraños. Pronto me sentí ajeno a sus frases, a las palabras utilizadas, tan sin mis matices. Y empecé a pensar que sus sueños no tenían nada que ver conmigo.
Entonces escribí el libro, para no tener que asistir de nuevo al odioso matrimonio entre soledad e incertidumbre que siempre se celebra en estos casos de desilusión. Recuerdo que una vez toqué uno de sus dedos tímidamente con uno de los míos. Juraría que ella respondió con cierto movimiento, como queriendo hacer del pequeño y frívolo roce de dedos una seria cuestión de las dos manos. Pero no le di tiempo: me separé de ella y la dejé con la ingenua sonrisa de quien se sabe adorada. Para entonces ya la quería, pero no me detuve. Su nombre no aparecía en mi libro.
Vicente Abril